Los Catapila, esos ingratos - Venance Konan
5.00 €
Traducido del francés (Costa de Marfil) por Alejandra Guarinos Viñals
Al cabo de algunas semanas, ya no hubo más Catapila en los coches que cruzaban la región. Entonces comenzamos a perseguir a aquellos cuyo nombre, religión o vestimenta se pareciera a la de los Catapila. Y acabaron también por irse de la región. Ahora sí éramos los dueños de nuestra tierra.
Robert es el nuevo presidente de los jóvenes del pueblo y, como tal, encargado de organizar estrambóticos torneos de fútbol, entierros de personalidades del lugar y elecciones más o menos fraudulentas. Sueña con el futuro de altos vuelos que promete cada nuevo candidato y para conseguirlo cambiará de bando tanto como haga falta. Y también perseguirá a los Catapila, esos ingratos extranjeros que han hecho florecer la economía y quieren, ¡maldición!, los mismos derechos que la gente del lugar.
La segunda parte de la trilogía político-social marfileña de Venance Konan puede leerse como relato independiente o como continuación de Robert y los Catapila. El autor ofrece, con su humor habitual, las claves para entender la crisis que dividió Costa de Marfil en la primera década del 2000.
traductora
Alejandra Guarinos Viñals
Alejandra Guarinos Viñals estudió en el Liceo Francés de Alicante, donde se gestó su pasión por las lenguas y la literatura. Cursó la licenciatura en Traducción e Interpretación en la Universidad de Alicante. Aprovechando su habilidad con los idiomas, durante años trabajó en ámbitos internacionales y se dedicó a viajar y conocer mundo, otra de sus pasiones. [seguir leyendo >>]
ficha técnica
ISBN: 978-84-946937-2-4
Formato: ePUB
Tamaño: 219 KB
Idiomas:
del original: francés (Costa de Marfil)
de esta edición: español
Publicado el 27.09.2018
PVP: 5,00 €
leer un fragmento
Cuando murió el presidente de los jóvenes de nuestro pueblo, elegimos por unanimidad a Robert para reemplazarlo. De todas formas era el único candidato. A decir verdad, solo fue elegido por quienes estaban presentes en el bar del pueblo, donde pasábamos la mayor parte del tiempo, a los que había invitado a beber. Pero poca gente cuestionó su nombramiento cuando se supo que el nuevo presidente de los jóvenes era él. Robert siempre había sido un hombre de buen ver. Era alto, con las piernas algo arqueadas, tenía los dientes de arriba un poco separados y el cuello estriado. En nuestra cultura, era el prototipo de hombre atractivo. Además, era elegante —llevaba siempre los pantalones muy subidos, casi a la altura del pecho— y un excelente bailarín. Tenía todas las cualidades para dirigir a los demás. Amaba a las mujeres y ellas hacían lo propio. Se presentaba como el consolador de viudas, divorciadas, mujeres jóvenes y menos jóvenes, era el hombre más popular de nuestro pueblo.
Lo cierto es que Robert siempre se había considerado nuestro jefe. De niños, él dirigía nuestras expediciones para robar los huevos y las gallinas de los gallineros de nuestros parientes o los animales capturados en las trampas de sus campos. En una ocasión, robamos las hostias del viejo cura blanco que venía a decir misa al pueblo e hicimos una papilla con ellas añadiendo agua y azúcar. El cura dijo durante la misa que las hostias se convertirían en sangre en el estómago de los ladrones, eran la sangre de Cristo y solo los bautizados podían comerlas, de modo que iríamos al infierno. Durante días vivimos aterrorizados por si vomitábamos o cagábamos sangre, pero no pasó nada de eso y Robert nos explicó que el cura no era más que un mentiroso. Volvimos entonces a por una nueva caja de hostias. Pero el cura las había escondido en otro sitio.
Cuando íbamos al colegio, Robert era quien dirigía nuestras cacerías de lagartijas de cabeza roja. Utilizábamos las cabezas para fabricar nuestros fetiches y atraer así a las chicas. Es infalible. Podéis probar. Matábamos una lagartija con un tirachinas, le cortábamos la cabeza y la poníamos a secar al sol durante varios días. Una vez bien seca, la poníamos al fuego para secarla del todo y la machacábamos hasta convertirla en un polvo negruzco. Cuando echábamos ese polvo en el pipí de una chica antes de que la espuma del pis desapareciera, caía rendida a los pies de quien lo había preparado, no fallaba. Lo más complicado era poner el polvo en el pipí antes de que la espuma se fuera. En clase, cuando una chica pedía permiso al maestro para ir a hacer pis en la maleza, siempre había un chico que de repente sentía una necesidad imperiosa de vaciar la vejiga. Se escondía entre los matorrales y esperaba a que la chica se hubiera ido para poner en el pipí el polvo de cabeza de lagartija. Pero lo normal era que ya no quedara espuma. Las chicas terminaron por darse cuenta de nuestras intenciones y cuando iban a hacer pis se aseguraban de que nadie las siguiera y se quedaban cerca del pipí hasta que la espuma desaparecía. Robert, que era el más listo, sí conseguía poner el polvo de cabeza de lagartija en el pipí de las chicas y por eso todas se enamoraban de él. Las lagartijas nos servían también de fetiches en los partidos de fútbol. Los jugadores más caguetas de nuestros respectivos pueblos llevaban siempre en el fondo del bolsillo una cabeza seca de lagartija envuelta en papel. Y gracias a ella marcaban goles o paraban la pelota antes de que se colara entre los postes.
Cuando Robert iba al instituto, era el joven más elegante y el mejor bailarín de jerk de toda la subprefectura. El jerk era entonces el baile de moda. Y cuando en vacaciones venía al pueblo con sus camisas ajustadas y unos pantalones de campana que le tapaban completamente los zapatos de plataforma, él solito se levantaba a todas las chicas mientras «se deslizaba» con la música de James Brown. «Deslizarse» consistía en bailar desplazándose lateralmente con una sola pierna, como hacía el cantante americano James Brown, nuestro ídolo en esa época.
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